Años 80. El cielo es de un color gris plomizo y el termómetro marca 0º grados. En la radio suena uno de los éxitos de este año mientras, concentrada, tomo una curva. Voy de camino a casa por Navidad e, inevitablemente, los recuerdos se agolpan en mi cabeza: tiempos pasados de mi niñez me distraen de la monotonía de la carretera. Con ilusión, pienso que, me quedan sólo 20 kilómetros para abrazar a mi familia y sentirme, de nuevo, en el calor de mi hogar.
Un coche me adelanta por el carril izquierdo de la autovía. En el momento en que se pone a mi altura, sin pensarlo, giro mi cabeza y mis ojos se topan con el conductor que también me mira. Nos sonreímos en un intento de hacerle saber al otro que ambos tenemos el mismo destino: estamos de camino a casa porque es Navidad. Un sentimiento compartido de " no estás solo en el trayecto, yo te acompaño" me embriaga. Cuando el adelantamiento acaba y el desconocido se incorpora a mi carril, instintivamente, lo saludo con la mano deseándole un buen viaje.
Sonrío y regreso , de nuevo, al pensamiento de que estoy volviendo a casa, después de tanto tiempo lejos, ausente...
La distancia tiende a dulcificarlo todo, idealizando cada recuerdo, sea bueno o malo. En el fondo, me da miedo enfrentarme al reencuentro y caer en el agravio comparativo con los tiempos pasados, los cuales siempre pensamos que fueron mejores. Hoy hay sillas vacías que, años atrás, estaban ocupadas y copas que, hoy, no serán brindadas.
Motitas blancas comienzan a depositarse suavemente en el capó de mi coche: está nevando. Ahora, en la radio suena "Last Christmas" de George Michael, canción que el artista ha lanzado este año. Subo el volumen mientras me dejo embriagar por su dulce voz y el encanto de la melodía. Sonrío, romantizada por el poder que la música tiene en mí.
Y, es en ese momento, cuando reparo en que aunque voy de camino a casa, el verdadero hogar, es aquel que yo misma he construido y que no está en otro lugar que no sea dentro de mí, en mi interior. Es entonces cuando siento en el centro de mi pecho un calor intenso y acogedor como el que se desprende de una hoguera encendida.
Por fin, lo comprendo: el hogar soy yo misma, esté donde esté, al que siempre puedo volver sin tener que recorrer ni un solo kilómetro. Mi mano agarra el volante, mientras la otra acaricia mi pecho, una lágrima, de emoción, se desprende de mis ojos y mi vista comienza a nublarse. La carretera comienza a ser un manto blanco, como de terciopelo, mientras conduzco a casa por Navidad.
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