viernes, 18 de julio de 2025

La caja de conchas



Era un día de julio, cuando John iba de la mano de su padre de camino a la playa. Él no era consciente, pero le encantaba el olor que la marea desprende, esa mezcla entre sal, peces y algas marinas. En cuanto sus ojos, llenos de inocencia, vislumbraban la playa, sus pies se volvían impacientes. Aceleraba el paso, tirando de la mano de su padre, quien le decía “John, tranquilo, no corras, ya llegamos.” John no entendía la lentitud o la espera, sólo quería tocar con sus pequeños pies la arena.

El padre de John instaló el campamento cerca de la orilla, aprovechando un pequeño hueco entre dos familias que habían acaparado un gran espacio. El pequeño John solo pensaba en ir al agua, pero su padre lo arrastró hacia él para embadurnarlo de crema solar. Como todos los niños, John se dejaba aplicar la dichosa crema a regañadientes. Lo que él no sabía, es que muchos años después, él repetiría el mismo ritual con sus hijos.

Cuando por fin fue libre, John se adentró en la orilla del mar, dando pequeños saltitos que salpicaban agua por todos lados. Su risa y sonrisa, llenaban el corazón de su padre, al verle tan feliz. John dejó de saltar, algo en la orilla captó, totalmente, su atención. Conchas, de diferentes tamaños y de colores similares, pero ninguna igual al resto, invadían la orilla. John las cogió entre sus pequeñas manos.

- Papá, ¿qué es esto?.- preguntó John a su padre.

- Son conchas hijo, son bonitas, ¿verdad?.

La imaginación de John se desbordó en aquel momento hacia piratas con parches en los ojos y patas de palo, como los protagonistas de los cuentos que le leía su madre por la noche antes de dormir. John comenzó a creer que era un pirata que había encontrado un tesoro, el cual tenía que esconder a resguardo.

El niño empezó a reunir todas las conchas que le fue posible coger, y las fue guardando en una caja que su padre llevó esa mañana a la playa. John no era consciente en aquel momento, pero su mayor tesoro no eran las conchas: eran esos pequeños instantes salados de sol, ternura y arena, que con los años formarían la memoria de su dulce niñez.

Muchos años más tarde, John se encontraba enfrente de la casa de sus padres. La mano le temblaba, mientras trataba de localizar la llave de la puerta de entrada. “Malditas llaves”, pensó John.

Cuando, por fin, consiguió abrir la puerta, el olor de la casa de sus padres le recibió como una bofetada. John volvió al pasado, a través de ese olor único e irrepetible que solo tenía cabida allí. Los recuerdos se agolparon en su mente y en su corazón, mientras trataba de refrenar las lágrimas ante un dulce pasado que ya no volvería.

Fotos familiares, muebles llenos de polvo, recuerdos de viajes, todo ello salió a la luz cuando John subió las persianas que habían envuelto en penumbra su hogar de la niñez. En el salón, justo al lado de una foto suya de pequeño, John encontró una caja parecida a un baúl.

Frunció el ceño al no reconocer dicha caja, y movido por la curiosidad, la cogió y agitó, descubriendo, claramente, que había algo en el interior.

La abrió y encontró conchas de mar. Sonrió, cerró los ojos y, de repente, sintió el ardor salado de una emoción profunda. John regresó a aquel día de mar en compañía de su padre.


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