jueves, 24 de julio de 2025

La mujer y el campo de trlgo

 Mis pies desnudos se movían a ciegas por el campo de trigo que rodeaba mi casa. El trigo me acariciaba las manos, guiándome hacia delante, impulsándome a seguir. El cielo estaba oscuro, pero la luna llena alumbraba, con su luz, las tinieblas de aquella noche misteriosa. Mi camisón blanco dejaba un halo a mi paso, como la estela de un avión en un día soleado.

Anduve y anduve durante horas, sin rumbo, dejándome llevar por un profundo instinto que me alentaba a seguir deambulando. Me sentía invencible, poderosa, conectada con la tierra que pisaba, con la atmósfera que me rodeaba.

De repente, mis pies se detuvieron y como un poste me quedé anclada en el centro del campo de trigo. Comencé a mirar a mi alrededor, sin encontrar salida, en medio de un laberinto dorado que me hacía sentir inquieta. Al darme cuenta de dónde estaba, un nudo áspero me subió a la garganta.

- No puede ser—susurré en voz alta, mientras sin poder mover mis pies, agitaba mis manos entre el trigo para encontrar una salida, siendo únicamente capaz de atisbar más y más trigo.

Recordé que ya había estado en ese lugar otras veces. Intenté mantener la calma y me dije a mi misma que si quería salir de ahí y volver a casa, tenía que evitar mover los pies. Empecé a sentir frío, me abracé a mí misma, en un intento por mantener mi temperatura corporal. De cuclillas, rodeé mis piernas, mientras mi cabeza se sumergía entre mis brazos, simulando ser una tortuga con su caparazón.

Cerré fuerte los ojos y me acordé de que tenía que mantener a raya mi respiración, saber inhalar y exhalar.

- Esto también pasará- gritó una vez dimanante de mi interior. Recuerdo que esas palabras fueron como una dulce caricia que me aportaba protección.

Seguí respirando, llegando incluso a sentirme parte del campo de trigo, moviéndome con las hojas de trigo, al vaivén de la brisa que se cernía sobre mí.

No sé cuánto tiempo estuve en esa posición, no sé si pasaron minutos, horas o días, solo sé que cuando abrí los ojos y alcé la cabeza, el cielo había despertado y el sol sustituía a la luna. Miré al frente y la salida estaba a un paso de mí. Esta vez mis pies reaccionaron al movimiento, y conseguí dejar atrás el campo de trigo.

Eché la vista atrás, el campo estaba cubierto de una nebulosa entre gris y negra que lo cubría todo. A pesar del miedo, supe que no sería la última vez que estaría ahí, pero recordé que tenía las herramientas dentro de mí para saber encontrar la salida.

Acaricié mi pecho mientras caminaba con paso firme hacia casa. Al final del camino y girar hacia la derecha, me susurré a mí misma, en un intento por no perderme de nuevo.

Entonces algo cambió. Mi cuerpo ya no tenía frio, mis pies ya no sentían el tacto de la tierra fría, sino madera tibia. Ya no había ni trigo, ni viento, ni luna. Estaba en casa. Frente a mí, la cocina iluminada y a la derecha, su silueta. Mi novio, también descalzo, como si hubiera recorrido el campo conmigo.

- ¿Dónde has estado? - me preguntó, sin un atisbo de reproche en su voz, sólo con esa ternura tan suya que me demuestra cuando se preocupa.

Le miré dubitativa, no sabía si contestarle “fuera” o “dentro”.

- Ya sabes, necesitaba perderme un poco, pero ya estoy aquí- le dije finalmente, mientras le lanzaba una dulce sonrisa.

Se acercó a mí y me abrazó. Supe que él ya lo sabía, como tantas otras veces. Cerré los ojos mientras inspiraba su irrepetible olor y me dije a mí misma “Sí, ya estoy en casa, el trigo ha quedado atrás, he vuelto.”



viernes, 18 de julio de 2025

La caja de conchas



Era un día de julio, cuando John iba de la mano de su padre de camino a la playa. Él no era consciente, pero le encantaba el olor que la marea desprende, esa mezcla entre sal, peces y algas marinas. En cuanto sus ojos, llenos de inocencia, vislumbraban la playa, sus pies se volvían impacientes. Aceleraba el paso, tirando de la mano de su padre, quien le decía “John, tranquilo, no corras, ya llegamos.” John no entendía la lentitud o la espera, sólo quería tocar con sus pequeños pies la arena.

El padre de John instaló el campamento cerca de la orilla, aprovechando un pequeño hueco entre dos familias que habían acaparado un gran espacio. El pequeño John solo pensaba en ir al agua, pero su padre lo arrastró hacia él para embadurnarlo de crema solar. Como todos los niños, John se dejaba aplicar la dichosa crema a regañadientes. Lo que él no sabía, es que muchos años después, él repetiría el mismo ritual con sus hijos.

Cuando por fin fue libre, John se adentró en la orilla del mar, dando pequeños saltitos que salpicaban agua por todos lados. Su risa y sonrisa, llenaban el corazón de su padre, al verle tan feliz. John dejó de saltar, algo en la orilla captó, totalmente, su atención. Conchas, de diferentes tamaños y de colores similares, pero ninguna igual al resto, invadían la orilla. John las cogió entre sus pequeñas manos.

- Papá, ¿qué es esto?.- preguntó John a su padre.

- Son conchas hijo, son bonitas, ¿verdad?.

La imaginación de John se desbordó en aquel momento hacia piratas con parches en los ojos y patas de palo, como los protagonistas de los cuentos que le leía su madre por la noche antes de dormir. John comenzó a creer que era un pirata que había encontrado un tesoro, el cual tenía que esconder a resguardo.

El niño empezó a reunir todas las conchas que le fue posible coger, y las fue guardando en una caja que su padre llevó esa mañana a la playa. John no era consciente en aquel momento, pero su mayor tesoro no eran las conchas: eran esos pequeños instantes salados de sol, ternura y arena, que con los años formarían la memoria de su dulce niñez.

Muchos años más tarde, John se encontraba enfrente de la casa de sus padres. La mano le temblaba, mientras trataba de localizar la llave de la puerta de entrada. “Malditas llaves”, pensó John.

Cuando, por fin, consiguió abrir la puerta, el olor de la casa de sus padres le recibió como una bofetada. John volvió al pasado, a través de ese olor único e irrepetible que solo tenía cabida allí. Los recuerdos se agolparon en su mente y en su corazón, mientras trataba de refrenar las lágrimas ante un dulce pasado que ya no volvería.

Fotos familiares, muebles llenos de polvo, recuerdos de viajes, todo ello salió a la luz cuando John subió las persianas que habían envuelto en penumbra su hogar de la niñez. En el salón, justo al lado de una foto suya de pequeño, John encontró una caja parecida a un baúl.

Frunció el ceño al no reconocer dicha caja, y movido por la curiosidad, la cogió y agitó, descubriendo, claramente, que había algo en el interior.

La abrió y encontró conchas de mar. Sonrió, cerró los ojos y, de repente, sintió el ardor salado de una emoción profunda. John regresó a aquel día de mar en compañía de su padre.